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…el perezoso Arturo…
Francisco de Quevedo y Villegas

Olvidadizo hasta retener en la memoria los días previos a mi
nacimiento y a lo acontecido después de mi muerte;
cabello blanco y agitado como el mar de la infancia bañado de
gaviotas;
cinco dedos d frente, extendida, semejante a la palma de la mano;
las cejas aún negras, vestigios del oscuro rocío de la noche;
ojos que nunca ocultaron sus lágrimas ni develaron las visiones
interiores que son incontables, inmateriales, intransmisible;
nariz, sobria, atenta a los vapores de la tierra después de la lluvia y al
olor a ostras y a mujer que el mar desnuda y posee en el verano;
labios, hechos para el beso furtivo y el silencio, aunque de una boca
que no sabe callar,
lengua discreta, para lengua larga la corbata;
dientes que rechinaron de frío
de miedo diente con diente
que fueron de leche pendientes de un hilo
que duelen como algunos olvidos
que se van gastando,
nuestros dientes son los ríos que van a dar a la mar de las
demoliciones: restos de cangrejos, conchas, espinas de erizo,
cascajo de osamentas;
las mejillas más propensas al sonrojo de la palidez que al carmesí
mestizo de una cara desteñida;
el mentón nada sobresaliente;
orejas tirando a grandes, heredadas del padre que supo oír en su
despacho de juez la misma voz metálica de la justicia en cada
platillo de la balanza;
cuello mediano, menospreciado por los cisnes y los hipopótamos,
nada de sogas
de cadenitas
de collares
de cuellos duros como los condorazos
partidario del cuello suelto de la camisa;
la percha de los hombros, fácil a la amistad, a la palmada imprevista,
al fraternal abrazo insospechado,
clavículas en disimulo;

la espina dorsal, sin dobleces, sin picos de loro, rosal de tallo
bondadoso, ajeno al hincón artero;
el costillar en mi juventud casi como el de Rocinante;
los pectorales (como se dice) al final ya de la jornada;
brazos y manos, cordiales,
brazos sobrevivientes, remeros del Arca, nave a la que no alcanzó
registrar mi kodak
ni alcanzó a soñar con el flash, el zoom ni la imagen digital;
entrecruzadas las líneas de la mano, diseñan caminos, atajos,
callejuelas desorientadas, pasajes que llegan a su fin ¡Stop!;
uñas cortas, el arte de dejárselas crecer es patrimonio de los
banqueros;
vientre normal,
el ombligo hundido,
más abajo el muñeco con sus accesorios, aguardando la seducción de
la noche y una piel sedosa que le de la dulce cuerda requerida
para incorporarse y ponerse a bailar;
las piernas andariegas y flacas (canillas de chico adolescente)
caminando en el agua,
pisando nubes, tierra, aire y fuego, donde las lleve el viento,
aferrándose a las
hélices de los sueños;
de 38 cm los pies, con el dedo gordo que abre bien el ojo
para no tropezar;
los tobillos cumplen su función de escuderos, prestos a proteger el
talón de Aquiles
del perezoso Arturo, tobillos que resondran a los calcetines,
a los zapatos
a las sandalias
a las alpargatas
guiándolos en la travesía
inculcándoles que no se detengan al llamado de la Luz,
que ciega la trocha en sombras al expirar la vida.

A Justo Jorge Padrón