Vino en primera. Sus patas todavía pisaban tierra
cuando el avión ya estaba envuelto en nubes.
La conocí en Ginebra, pero ha nacido en Madagascar,
isla de África donde el viento llega con un rugir de
leones, sus temidos vecinos geográficos.
La Luna en cuarto menguante se adorna con el sutil
cuerno de la jirafa. Ella ha impuesto el peinado
Caracol.
En Santa Inés vive junto al balcón. Si le place mira
cerros y bosques cercanos. Se aclimató a la semana de
llegar.
Se me hace que el paisaje le simpatiza. La cubre de
lunares la Luna y de manchas oscuras el Sol.
Por mucha oreja que ponga la jirafa no oye lo que
hablan las hormigas.
A ella le está dado hablar con las estrellas, aunque
carezca de voz.
Ni el elefante, cuando lo intenta, alcanza con su trompa a
decirle secretos en el oído.
Sus pantorrillas son dignas de la mejor pasarela del Arca.
Los zancudos se desbarrancan cuando se proponen
picarle la cerviz.
Ascender al empinado cuello de la jirafa es un desafío
que conduce al vértigo. Lo saben alpinistas, picaflores,
murciélagos, el tucán de enorme pico, el jirafo, que se
fatiga hasta el desfallecimiento besando el prolongado
cuello. (Los murciélagos quisieran succionarle la yugular.
Tendrían sopa para el resto de sus días).
Frente al atardecer se acicala imaginándose que es Nefertitis
y sueña con posar para El Greco o para Modigliani.
Desde el derrumbe de las torres gemelas la jirafa padece de
Insomnios.
Cada vez que se acerca un avión esconde la cabeza entre las
nubes, presa de pavor.
Otra de sus pesadillas es que una serpiente la estrangule
Tiembla cuando ve una grúa en la ciudad, ese férreo
animal antediluviano.
La jirafa nada sabe del chanchito de tierra, del escarabajo,
del ciempiés.