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Cuando no hay un alma en casa y tengo que almorzar solo, invito al
cuervo. Lo siento junto a mí en el tablero de la mesa.
Me distrae su compañía. Su lealtad supera la de algunos amigos. ¡Tan
simpático el cuervo con su pico curvo, su traje negro, recién untado
con los betunes de la noche, en el que relucen filamentos dorados!
Sus piernas y sus alas flexibles se acomodan a cualquier postura y
a cualquier amo.

Disfruta sintiéndose a mi lado, sobre todo cuando pelo las uvas y
desorbitadas ruedan sobre el plato de postre. Él me observa con
avidez, se le hace agua la boca.

Lo adquirí en el mercado de pulgas de Plainpalais de Ginebra que se
puebla miércoles y sábados de mercaderes y mercachifles.
El elegante cuervo lucía aquella tarde en un mostrador, muy campante,
cruzado de piernas. Tenía la misma gracia, el mismo aire de
distinción.
Entre máscaras, campanas, relojes y otros objetos antiguos, era maese
cuervo el que daba la hora.
Atento el ojo, contemplaba con puntualidad los ires y venires de las
cosas, el comercio incesante de la vida.

Se siente bien cuando me acompaña. En su silencio percibo
un hálito de ternura, pero yo sé que en el fondo lamenta su
naturaleza de madera.

El preferiría ser cuervo de carne y hueso y aguardar el momento
propicio para sacarme los ojos.

A Patricia Zamora y a Carmine Amen