Los ojos amarillos de mi perro Majo cantan al sol
como dos canarios. Jamás ladra a la luna como hacen los
perros pánfilos. Él la contempla embelesado. Lo encela
la luna llena, es su tentación.
A la menor sombra de la noche opone la blancura de
sus dientes. Se desgañita, salta, vuela por atraparla. Del
jardín, las mariposas y los colibríes lo alucinan.
Aunque una orden para él es sagrada, en algo no
transige: todas las mañanas, con una insospechable
fuerza atlética, vence la fornida puerta del garaje, alza la
pata, pone cara de alivio y de victoria y descarga toda su
frescura en las flamantes ruedas de mi automóvil.
He intentado formas de persuasión, desde la
amenaza a la reclusión y el ayuno. Todas han sido en
vano.
Atribulado, casi rendido como los pobres gatos que
descuajaringa, he optado por aceptar su conducta
mañanera, el irreverente rocío matinal.
Aros recién pintados, escarpines, llantas nuevas. ¡Ajá!
Majo se ha politizado, me digo. Es su modo de
protestar contra esta insensata sociedad de consumo.