El Balcón es un vuelo que se detuvo en el primer
impulso.
Salimos a él como a la terraza de una nave espacial.
Mis ojos y los tuyos beben en la copa de los árboles los
verdores del bosque y la tarde nos alcanza, para que
bebamos juntos, el cáliz del crepúsculo, mientras los
tordos con su canto dicen su oración, antes que la noche
tiña su plumaje negro.
¿Qué pasa, balcón, que no vuelvan las oscuras
golondrinas? Esas que jugando llamaban con el ala a los
cristales, esas no volverán.
Apoyados en su madero diviso los cerros.
A lo lejos, una palmera se deja envolver el cuello con
una nube.
El floripondio suspende de las remas la palidez de sus
lámparas.
La ardilla, escabulléndose entre los árboles, busca las
pecanas que se disputa con los loros.
La abeja se abastece del dulzor de las flores y corre por
los aires a fabricar su panal. ¡Ah, si el hombre emulara
sus afanes por endulzar el mundo!
En el patio, junto a un reguero de pétalos mustios, yace un
moscardón muerto.
Las hormigas cargan sus hombros una lombriz.
El viento de la tarde arrastra los restos amarillos de una
mariposa.
Nos ofrece, el balcón, desde sus barandas azules, las
visiones de la vida y la muerte.
Yo que escribí la fábula de los animales y los hombres,
un día también me iré. Y, oh dolor, como aquellas
golondrinas de Bécquer, a tu regazo, amor mío, nunca
más volveré.