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En fila India.
Ahí está mi madre en la foto con su escalera de hijos como
una hermana más.
Esbelta, esdulce, esbella.
Una leve sonrisa la muestra satisfecha y orgullosa de poblar
de buenos hijos el planeta.
Somos siete en hilera y nadie hubiera dudado en apostar
que seríamos nueve. Ahí está mi madre, doña Ana María
Osores Amoretti, con su traje sastre marrón jaspeado,
dispuesta a desafiar los sinsabores de la crianza en un
pueblo de la sierra del Perú, a dos mil seiscientos metros
de altura y de bajos salarios.
De calles empedradas como la vida.
De acequias veloces por donde se escabulle peatona la
lluvia.
Con su iglesia y su plaza de toros, (toros bravos, los
expedientes que lidiaba mi padre en su despacho de Juez
de Primera Instancia).
Pueblo donde la gente se endulza con huiros y yacones y
se arrulla en las fiestas con las oraciones del patrón San
Mateo, santo que fue expulsado de una iglesia de Lima
por haber dejado de hacer Milagros. Los fieles en su
cofradía por deberle al santo carecen de indulgencias.

En la foto aparecemos siete hermanos: María Caridad
Corcuera Osores (Maruja), Oscar Daniel, Ana Teresa (la
Ñata), Zoila Elisa (la Chula), Carlos Fernando (el Coco),
Nelly Rosinda y yo, Daniel Arturo (el Chisco), sosteniendo
una rosa blanca en la mano, señal de buen augurio. La rosa
después se haría Rosi, una dama castellana que conocería
con el tiempo a orillas del Tormes.

Al pequeñín que fui le duró poco el reinado; vendrían
casi enseguida, con su pan bajo el brazo. Ana María
y Consuelo Esperanza, el conchito de la familia. Será
consuelo y esperanza de mi vejez, diría mi padre.

Los padres ya no están.
Papá, a quien ya superé en edad, murió de insuficiencia
renal, invadido por la urea.
Mamá, de un tumor de páncreas, amarilla como bañada de
oro.

Y la historia de cada uno de nosotros es muy simple,
con hijos y nietos, adeudos y retribuciones, como la
de cualquier familia provinciana, honrada y decente,
respirando sin remedio el humo de la capital.