Cursó la carrera de Literatura en la Universidad Católica del Perú.
Se doctoró en la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid, mediante una beca del Instituto de Cooperación Iberoamericana. Autor de varios libros.
Por Rafael Moreno Casarrubios
Son pocos los escritores peruanos estimados por tirios y troyanos. Arturo Corcuera era uno de esos casos excepcionales de cariño consensuado. Un hombre que atesoraba la amistad, la cultivaba, anfitrión insuperable en su hermosa y mítica casa de Chaclacayo. Seguramente no existe escritor peruano mayor de cuarenta años que no haya disfrutado de una tarde en su huerto florido, al aroma de su familia, o de todo un fin de semana entre aves silvestres revoloteando por los árboles y las esculturas de su hija Rosamar. Hay que amar profundamente la vida para no sentirse invadido, importunado, por el número de personas, artistas en su mayoría, que se tomaban la libertad de visitarlo incluso sin aviso, siempre para comer, beber y charlar de todo. Conversador infatigable, enciclopedia viviente de la literatura contemporánea y memoria del siglo XX, pero sobre todo, dueño de una prodigiosa simpatía y curiosidad por todo lo que acontecía en la vida de los visitantes, lo convirtieron en una de las personalidades del mundo cultural más queridas que yo haya conocido aquí y en el extranjero.
Nunca una bajeza, una envidia, una ligereza en juzgar, ni siquiera un encono –de esos que nunca faltan-. Era un hombre en estado de paz, y en estado poético. Tanto era así que yo recuerdo haber esperado una eternidad a que se animara a descender un peldaño de su escalera cuando nos disponíamos a salir de su casa, pues algún ángel había cruzado su espíritu y lo dejaba en trance, a mitad de la bajada, mirando como a la nada, como distraído, pero en realidad como un cazador de poesía: temblando interiormente un verso o ciñéndose en la silueta de un poema. Arturo vivía en la belleza y para la belleza y sus trances no tenían hora ni lugar excluyentes. Ni los peldaños de las escaleras y con uno a su lado impaciente.
Yo, que a veces tengo un carácter complicado, puedo afirmar rotundamente que nunca tuve un solo malentendido con él, y creo, por las versiones de otros muchos de sus amigos, que aquella concordia que despertaba era el denominador común.
No me propongo subrayar aquí su indudable talento lírico, confirmado por las numerosas reediciones y los numerosos premios internacionales y nacionales que han merecidos sus libros, como el prestigioso Casa de las Américas en el 2006. Solo diré que su poesía perdurará como una de las más excelsas en un país con envidiables expresiones líricas. En el arca de la poesía local, destinada a salvar a los mejores ejemplares del reino de este mundo, la obra de mi amigo Arturo encontró un sitio seguro para desafiar todas las tormentas y todas las muertes.